La hermosa sandia, cortada con destreza de cuchillo jamonero a la mitad, mostrando lasciva su tierna carne roja salpicada de miles de ojos de pepitas negras, reposaba sobre la mesa de camping. El patriarca, portador de gruesa cadena de oro y pulsera a juego, sentado en el centro,  cuchillo en mano, como un sacerdote ante su ofrenda, presidía la mesa. Un zumbido de churumbeles pululaba a su alrededor como moscas a la miel.
 La abuela, con la mirada perdida en aquel  mar del sur de un sofocante mes de julio, vestía de un riguroso negro, que contrastaba con el pelo canoso, casi blanco, recogido en un moño apretado. Junto a ella, su nuera, los largos cabellos tiznados  jugaban inquietos a la comba del viento, y ella daba su aprobación con  mirada de noche oscura. El resto del clan, de piel tostada, orgulloso de su raza, completaba el grupo gitano, ruidoso y alegre, como castañuelas en un tablao de arena.
Puerto de Santa María. Pueblo de mar, frituras y  bodegas. Y una playa urbana, de salero andaluz  que retrataba una escena familiar de patio y perejil compartido. La sandia menguaba al tiempo que los comensales barnizaban sus labios con el dulce jugo de su néctar, con muecas rojas de placer básico. La abuela apenas comía, absorta en sus pensamientos. Quizás absorta por el causante-ausente de su severo luto.
El mar se iba aproximando a la mesa, tímido pero constante. El agua ya alcanzaba el hatillo  de piernas y pies de la comitiva, encerando su moreno calé con su brocha de sal, reviviendo su color tostado de herencia húngara y nómada, y haciéndolo aún más atractivo. La máma, de pelo carbón y ojos de noche, observaba complacida la voracidad de sus vástagos que sostenían, en sus diminutas manitas, los jugosos semicírculos de la sacrificada sandía en aras de la unidad familiar. El rito duró lo que duró la inmolada sandía, cuyos restos, como barquitas de verdes cascos, ya sin sus velas rojas, se alineaban sobre la mesa, como la flota que invadió Troya. Ahora los niños jugaban con ellas a guerras marinas. Y se hundían, al caer sobre la arena recién mojada, con la última ola invasora que las hacía zozobrar.
Familia gitana, a las cinco de la tarde, en un caluroso día de julio.
Llegó el atardecer. Los ojos negros, herencia de antepasadas noches de intemperie y carromatos, brillaban como constelaciones en la noche serena. El rito familiar de merienda en la playa alrededor de la sandía era una inconsciente acción de gracias por su pequeña fortuna de vida ya sedentaria. Casa y comida diaria, ganada a pulso y por méritos propios (después de la lucha por su integración) como recolectores de chatarra, en un barrio payo. Una furgoneta de segunda mano, un trabajo en equipo, y muchas horas de trabajo, quitadas al sueño y a los juegos, habían hecho el milagro. El resplandeciente oro de cadenas y sortijas, brillaba al sol como un trofeo de estatus alcanzado con orgullo. Pero lo más llamativo del cuadro, no era el reluciente oro, sino la unidad. Varias generaciones en íntima relación, adorando y comulgando la hermosa y redonda sandía, que poco a poco se iba desmembrando. Solo la abuela se mantenía ausente en sus pensamientos de viaje por  el pasado.
La tarde se cerró de un portazo. El sol, ya tibio, de despeñó por la línea del horizonte, cansado  de tantas horas de sofocante trabajo, y se hundió en el mar. Una luz naranja tiñó al grupo en un acto de magia hasta convertirlo en un cuadro abstracto, de figuras imprecisas. Con las últimas pinceladas de luz pegadas a su piel salada, levantaron el campamento plegando sillas y mesa de camping. Y en una silenciosa y jerárquica fila, presidida por la anciana-barco enlutada, seguida por una cola de humanos-gaviotas  abandonaron el arenal, azuzados por un  viento de arena que azotaba sus piernas en un último acto de juego, o quizás de rebeldía contra la soledad que le esperaba cuando cayese de lleno la noche.
Angela F