-Mil palabras en la punta del lápiz-

Diez, cien, mil, un millón, un billón, un infinito número de palabras se agolpan en la punta de mi lápiz empujadas por la premura de escribir una historia.
Dejar que las palabras vaguen por el texto sin tener nada que decir es tan fácil. La libertad que da el no tener nada importante que narrar expande la mente y la deja abierta a todo.
Pero no puedes sustraerte a la vanidad de creer que puedes escribir un relato contundente. Y luchas para que la víscera fluya desde el corazón y deje una huella impresa que seguro los lectores consideraran buena. Y ahí está el error, se acabó el escribir para divertirte, para disfrutar de las palabras mientras se unen y forman preciosas frases sin sentido. Ahora quieres ser un autor que todos lean y exclamen qué bueno es. La vanidad te pierde. Sin necesitarlas, surgen las dudas ¿pero seré un escritor realmente bueno? ¿gustará lo que escribo? Y tras darle muchas vueltas decides que hay un libro dentro de ti a la espera de ser extraído y te dispones a escribir de verdad.
Christopher Wilson
Christopher Wilson
Pero entonces un idea escondida en una maldita palabra se atranca, se queda atorada y toda la buena intención se diluye como el humo de la olla que no alcanza para elevar la tapa.
Y vuelves a la realidad de que no eres más que un simple colocador de palabras una al lado de la otra. Y olvidas la maldita idea, el pensamiento de escribir algo grande. Y derrotado, miras unas fotos de Christopher Wilson y lees una historia entre las arenas de un blanco desierto y escribes un precioso relato, por el que asoma una idea y que nadie más que tú, probablemente nunca va a leer.
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