EL BURRO DE PETRA
Cuando creí que
mi capacidad para el terror ( después de mi última experiencia en un parque de atracciones) había tocado techo, hete aquí que conseguí elevarla a su cota más
alta, ya imposible de superar, en mi último viaje a Jordania.
Todo el mundo
conoce (aunque no haya tenido el placer de visitarla) la ciudad de Petra. Esa
maravilla del mundo antiguo, fundada por los nabateos en el siglo III a. c., es
más espectacular de lo que podamos
imaginar, por su singularidad y su grandiosidad.
Pero no es de Petra de lo que quiero hablar,
sino de mi terrible experiencia con un burro. Si, sí, con un burro,
un animal (peludo y suave) en el que monté
para subir los casi mil peldaños de un monte que lleva al llamado Monasterio,
una maravilla dentro de las mil maravillas de dicha ciudad. El caso es que,
para aliviar dicha subida, los beduinos ofertan sus burros para hacer la
excursión más llevadera (???????).
Pobre de mí. Si
pudiese volver atrás elegiría subir, no mil, sino cinco mil peldaños antes que
montarme en aquel ser demoníaco que a punto estuvo de hacerme perder la vida,
no sin antes someterme a la tortura montuna más sádica jamás descrita.
Estaban los
burros en cuestión dispuestos para su alquiler, atados y ensillados con mantas
multicolor, y después del consabido regateo llegamos al precio justo. El
beduino me asignó uno, color blanco roto ( hablando en plata, color blanco
desteñido) por los muchos años que llevaba encima, que tal parecía sacado de un
taller de taxidermista .
Como una pieza
abandonada a su suerte y llena de polvo. Por supuesto me negué en redondo a
montar en dicho engendro prehistórico, así que elegí …el más brillante,
lustroso y desarrollado de la manada, un hermoso ( aunque burro) animal de vivos
ojos con los que parecía llamarme a montar sobre su peluda grupa. Y ahí comenzó
la tragedia.
Nada más
montarlo, el bicho se desprendió de sus ataduras y me llevó, en sentido contrario,
hasta una pequeña loma desde donde yo, presa de pánico, grité el primer
socorro. Y digo el primero porque luego hubo tantos socorros como escalones
tuve que subir.
Los peldaños (o
lo que fueran), de piedra irregular y resbaladiza, subían en vertical y luego
cogían la curva cerrada hasta la siguiente verticalidad. Así todo el trayecto,
es decir, todo el calvario. No se lo que Cristo sufrió con la cruz, pero sí se
lo que sufrí yo, con las manos agarrotadas y tensas, asiendo una no-silla sin
agarre, para no caer de espaldas y dejar los sesos desparramados contra el
suelo.
Resulta que al
chico que debía sujetar mi burro y ayudarme a manejarlo, le salió otro plan
mejor, una joven rubia que parece que necesitaba más ayuda (???? ) que yo,
pobre de mí, y me dejó a mi ( mala) suerte. Y mi suerte ( es decir mi
desgracia) fue que mi animal se creía Fernando Alonso y, a pesar de que otros
burros iban por delante, él los adelantó a todos, por las buenas y por las
malas, es decir, saltándose todas las normas escritas de la circulación, y
también las no escritas.
Iba en un sin
vivir, con el grito de bocina y el sudor empañándome el parabrisas, perdón, la
frente. Tensa como una guitarra y con el terror incrustado en las pupilas
desorbitadas, pálida como la arena del desierto y blasfemando en arameo. Por
más que gritaba, el beduino me
hacía
caso omiso ( es lo que tienen las rubias, que descolocan los sentidos moros ) así
que me vi sola, cabalgando en vertical sobre un demonio peludo, que más parecía
que volaba, hasta la meta (ya no deseada) sin poder apearme ni parar el motor.
Sintiendo el sonido martilleante de las pezuñas sobre las losas resbaladizas,
derrapando, cogiendo las curvas tan cerradas que mis piernas rozaban los muros,
viendo la altura que se
iba ganando y el
precipicio que se iba mostrando como boca de lobo.
Me veía volar
cabalgando por los aires, o desnucándome cuando mis manos agarrotadas soltasen
la montura, rotas ya de tanta presión.
Por supuesto,
llegamos los primeros, pero sin copa ni ramo de flores, ni botella de champán,
más bien con un cuerpo dolorido por la tensión y un alma en pecado por las
blasfemias gritadas.
Nada más bajar del burro, con las piernas aún
temblando dije, como anteriormente había dicho en Port Aventura :
A dios pongo por testigo que jamás volveré a
montar en burro.
Ángela Fernández.
