CASA QUEMADA
Entre los cascotes, el gato escrudiña algún vestigio de vida que le devuelva el olor a sardina o la caricia del amo. Con su cuerpo elástico, salta de una ruina a otra, con la precisión de una bala y el equilibrio de un trapecista. La tarde está oscureciendo y se metamorfosea con el escenario del desastre. De la casa sólo quedan los restos calcinados de lo que, unas horas antes, era vida en ebullición y ahora, tan sólo, cenizas y algún que otro objeto que, con imaginación y esperanza, recupera su forma antigua después de ser procesada por un cerebro optimista. El gato continúa la inspección del lugar, ahora con los ojos encendidos por la escasez de luz. Si nuestra condición humana nos permitiese verlo en esta total oscuridad, sabríamos que acababa de encontrar su mullida cama con decoración de pequeñas garras multiplicadas sobre un fondo rosa. La cama, salvada de milagro; si aceptamos como milagro la protección que un trozo de escayola desprendida del techo le prestó como escudo. Estaba ligeramente chamuscada en uno de los bordes. Así que, esta noche, le sirve de descanso; si también aceptamos como descanso una noche intranquila, con hambre, y saturada de aquel olor espeso que se le mete sin permiso por sus sensibles fosas nasales y que limita su percepción para cualquier otro olor, a sardina, por ejemplo. Pero que, por otra parte, no sabe por qué le atrae tanto aquel delicioso olor a quemado.
Despertó de ese sueño intranquilo con los primeros rayos de luz, que entraban distorsionados por la negrura de los cristales. Hoy el hambre es un objeto punzante
que se clava en su abdomen y lo limita para saltos a gran escala.
Si el gato pudiese hablar, nos diría cómo se originó el incendio… fortuito, dijeron los medios de comunicación, provocado, nos diría él. Y si los humanos tuviésemos el poder o la valentía de reconocer en los animales la teoría de la reencarnación, sabríamos que nuestro gato era una de ellas.
Sabríamos que este animal atigrado, de largos bigotes chamuscados, y rabo excesivamente largo y peludo, en otra vida se llamaba Faustino Fernández, alias el pirómano de la costa. A él se debieron muchos de los incendios acaecidos entre 1980 y 2001, año en el que saboreó su propia medicina, quedando reducido a cenizas, cuando manipulaba su último artefacto incendiario.
Ese día, alguien, con nuevo olor, entró en la casa incendiada con un vaso de leche y unas galletas para gatos, y el felino inmediatamente dejó de sentir las incómodas punzadas en el estómago. Una caricia de tacto nuevo y una invitación a seguir al humano, que no rechazó, fue el principio de una nueva vida.
Ahora nuestro gato está confortablemente instalado en una casa que le da de comer y que no huele a quemado.
¿Por cuánto tiempo?
Estás dun traballador que das...Envexa... desa que troca a unha de cor verde...
ResponderEliminarSupoño que esta historia resposta á foto publicada na consigna... Bueno "algo é algo" porque creo que tampouco esa era a consigna. Pero o caso é que ti escribes e eu cada vez teño máis acentuada a cor verde...
Unha historia moi imaxinativa.
MALDITO KARMA¡¡¡¡¡
ResponderEliminarPois o gato vaise ter que quedar un tempiño porque co que lle gusta o queixo e mexar na cama.....
Así non se adquire bo karma.
Buenísimo! Cuánta creatividad bien expresada. Me encantó, un final perfecto. Besos.
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